TITULO SEGUNDO
DE LA ESPIRITUALIDAD DE LA HERMANDAD
REGLA
8ª
La fe de los
hermanos debe ser basada y alimentada en la Palabra de Dios, en la
participación de los Sacramentos, en la fidelidad a la tradición y en las
enseñanzas del Magisterio de la Iglesia.
“Quien
beba del agua que yo le daré…no tendrá sed jamás”
(Jn
5, 14)
Esta nueva regla da un paso más y muy importante. Para ser “miembros vivos” y “sentirnos”
personas que hemos aceptado consciente y libremente a Cristo (regla 7ª)…
nuestra fe tiene que alimentarse, tiene que estar bien fundamentada, con raíces
profundas en Dios. Dado que la fe no nace espontáneamente ni es fruto de buenas
intenciones, sino que nos ha sido dada por Dios en nuestro bautismo, como un
verdadero nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 3-5), en el que se nos ha comunicado la
Vida de Dios, necesita crecer con nosotros y, como el grano de mostaza (Mt 13,
31), llegar a la plenitud de su formación. Es, pues, un recorrido que todos
tenemos que hacer personal y
comunitariamente, un camino que tenemos que emprender, un aprendizaje
que tenemos que llevar a cabo, como todo lo que es valioso en la vida. Con
Jesús en nuestro corazón, habiéndolo aceptado como el centro de nuestro ser,
nuestro horizonte y el anhelo más profundo, emprendemos, con él, por él y en
él, una vida nueva. Y esta vida tiene que crecer y desarrollarse hasta producir
frutos “Os he escogido para que vayáis y deis frutos y frutos abundantes” (Jn
15, 16). Estamos llamados como hermanos de Las Aguas, es decir, como comunidad
de cristianos bautizados y miembros vivos de la Iglesia, a ser discípulos y
testigos de Jesús y, al igual que los apóstoles en Pentecostés, hemos de
aceptar gozosos en nuestra vida la
experiencia transformadora, obra y gracia del Espíritu Santo, que
comienza dentro de nosotros. (cf. Lc 17, 21).
Es con esta convicción que acogemos como base y
alimento primeramente la Palabra de Dios,
en la que Dios se dice a sí mismo y nos manifiesta su proyecto de Sanación para
toda la humanidad. Palabra de Dios que nos sigue hablando al mundo en la
Sagrada Escritura. Necesitamos sumergirnos en la Biblia y rastrear en ella el
diálogo amoroso que Dios quiere establecer con nosotros. En ella descubrimos
como Jesús, la voluntad de Dios Nuestro Padre y su plan maravilloso de
salvación. Pero no basta enriquecer nuestro interior con su mensaje,
saboreándolo y meditándolo… necesitamos apropiarnos de su misma vida íntima que
llega a nosotros, habitándonos. “Si alguno me ama, guardará mi Palabra y mi
Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). El fin de
todo este diálogo amoroso de Dios con nosotros es nuestra divinización, es
decir, poder vivir en nosotros la misma Vida que hay en Dios. Es para caer de
rodillas y llorar de agradecimiento. “¿Sabéis que sois templos del Espíritu
Santo, y que el Espíritu habita en vosotros? (1 Co 3, 16). Son los Sacramentos los que cumplen en nosotros
esta gran verdad: derraman en nosotros la Vida misma de Jesucristo, que nos
sana y nos eleva a ser como él. Participamos de su Misterio Pascual y quedamos
así, limpios e injertados en él y alimentarnos por él para no tener otra pasión
en la vida que amarle agradecidos, por morar en nosotros: “Y, vivo, pero no yo,
sino que es Cristo quien vive en mí”(Gal 2, 20)…”mi vivir es Cristo” (Fil 1,
21) Jesús se nos da como alimento “mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida, el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él” (…) “lo mismo que el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el
que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 56-57) Necesitamos estar unidos
existencialmente a Jesús -“considerándonos como muertos al pecado y vivos para
Dios en Cristo Jesús” (Rm 6, 11)- para poder reflejarlo en nosotros y llenar de
vida –la misma vida de Dios- a nuestra Hermandad. “Como el sarmiento no puede
dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí” (…) “el que permanece en mí y yo en él ese da fruto
abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 4) Esta advertencia de
Jesús es muy clara. Sin este encuentro personal con Jesús, como algo cotidiano
y permanente, nuestra vida está vacía y nuestra Hermandad permanece flácida,
sin consistencia. La Tradición y el Magisterio de la Iglesia a los que
debemos fidelidad en sus enseñanzas, es el desarrollo y la asimilación
progresiva a lo largo de los siglos que la Iglesia ha hecho hasta nosotros de
esta Verdad que nos sobrecoge: La Gracia de Nuestro Señor Jesucristo, El Amor
del Padre y la Comunión del Espíritu Santo están con todos nosotros.
De la fidelidad a Jesús, a su palabra, alimentados con
su Cuerpo y la vida de sus sacramentos,
nace nuestra fidelidad a la Iglesia, comunidad de la Verdad donde el
Espíritu Santo lleva a cabo su obra pedagógica de recordarnos y reavivarnos el
Misterio Pascual de Jesús y de llevarnos a todos al conocimiento de la Verdad
completa.
No en vano está esculpida en el sagrario de plata de
nuestra capilla para recordárnoslo, la escena de la Samaritana y el texto que
preside nuestra reflexión de hoy…
Javier
Bermúdez Aquino
Consiliario de
Formación